Le
escribo con la ventana abierta a un cielo puro. Ya llega la primera estrella.
Es toda verde, es la más joven. Tiembla un poco, como una linterna que
pasearíamos por el mundo para buscar aquello que perdimos. Las hojas están ahí,
tan sensatas en una esquina de la mesa, todas blancas y negras. Los días de
escritura son como las vísperas a las fiestas: nos cuesta tanto desprendernos
de ellos, incluso si nos condujeron junto a una luz tan dulce que hace
palidecer nuestra tinta. ¿Cuántos meses, cuántas vidas hacen falta para
escribir una frase que sea tan fuerte como la belleza de las cosas? A veces, la
niña entraba a la habitación de escritura. Venía del bosque, de un sueño. Había
caminado por un sendero de agua muy pura, entre los yuyos. ¿Qué estás haciendo?
Estoy escribiendo un libro. Ella se reía. Algo tan insensato, ella se reía.
Esas páginas, para ella, no eran nada. Loca sabiduría de la infancia. Belleza
de una risa que fulmina lo que es serio, que no es más que eso: los asuntos que
tratamos, las inquietudes que tenemos y los libros que escribimos. La niña
partía pronto, llevándome con ella a la gravedad de sus ocupaciones: recitar un
cuento, dibujar tormentas o sentir, en una hamaca, la inestabilidad relativa
del cielo y de la tierra. Habíamos inventado un juego: sentados, inmóviles, en
un banquito de piedra, cada uno debía avisarle al otro cada cosa que pasara en
el estrecho espacio que abarca la mirada. El satén de una nube, la fiebre de un
follaje o la interrupción repentina del viento, había que sondear todo. Muy
rápido nos dimos cuenta de que ese juego no terminaría nunca y que la estrella
de la mirada –o como se le dice, el lucero del alba- abarcaba al infinito. Lo
más profundo de nosotros estaba ahí, en el afuera. En las cosas, bajo el flujo
platinado de las horas. En las cosas teñidas de cielo y arcilla. Fuera de
alcance. Cuando la niña se iba, yo volvía a la habitación de escritura.
EL OCTAVO DÍA DE LA SEMANA
V
Las grandes
decisiones se toman desde la infancia, las que orientan el curso de los astros
y el fluir de los sueños. Nacen de todo y de nada. Nacen de la indigencia,
repentinamente revelada, del todo de la vida. A los siete años, el alma ya culminó,
envuelta en su propia ausencia, como el centro de los pétalos de una rosa,
amorosamente replegados en el vacío. Esta revelación del abismo la perfecciona,
dándole el amargor de un perfume negro que impregnará hasta el último de sus
días. El golpe de la vejez sacude así a la infancia justo en el centro de sus
juegos. El brillo de un saber cuyo resplandor se prolongará hasta el último
instante. Esas cosas son mudas. Ninguna lengua las respalda, e incluso las
palabras de la crueldad son demasiado tiernas para llevarlas a los labios. Este
conocimiento de la ausencia absoluta, el niño demorará mucho en diluirlo en su
sangre, en quemarlo en la primavera de una lectura o en dispersarlo en la
agitación de un trabajo. Volverse adulto es olvidar lo que no podemos evitar
saber y en esto, el niño –ya que la fuerza le es dada junto con su debilidad–
pasa sus horas: el desarraigo de las palabras, la falta de los amores y la
lenta corrupción de los sueños, sometidos a todos los vientos. Este anuncio
dirigido al niño, poco importa dónde y cuándo se produce. Sucede y con eso
basta. Un poco antes, un poco después. Ante la inmediatez doliente de tal
pensamiento, la infancia busca en él un refugio. Al silencio liberado por la
melancolía, le responde sin responder el silencio de una decisión: como un voto
de locura, pronunciado bajo lo oscuro de una estrella. La decisión no se basa
en nada claro. El silencio es su única sustancia. El azur de una frase impronunciable. La feroz voluntad de un silencio
donde se recoge una infancia, decidida a permanecer viva ante lo que viene a
matarla. La luz de tal anhelo es profunda. Tarda mucho en llegar, años enteros:
nuestra infancia prosigue, en otra parte. El perfume de un jardín de verano, el
moho de una vieja pared o un cerezo al enrojecer cargan con esto. Que alguien
nos protege es la evidencia: estamos tan ausentes en nuestras horas que hace
falta que un ángel las mantenga bajo su guardia, despolvando las sombras en el
cuadrante solar.
“El viento choca contra un follaje de la
misma forma en que las palabras de amor tocan el rostro de la enamorada,
provocando incluso gracia de abandono, incluso una pequeña febrilidad radiante.
El viento y las palabras de amor dicen lo mismo”.
“En todo lo que hacemos no hacemos más que
esperar, y es por impaciencia que ponemos, entre nosotros y nuestra espera, un
polvo de voluntades y deseos, solo por impaciencia”.
“- Suelo sentir que nada importa. Este
sentimiento no es desafortunado. Es más bien tranquilo y calmo. De hecho, es
menos un sentimiento que una evidencia, una verdad venida de lejos, una nube
que cubre casi todo.
- ¿Por qué “casi todo”, qué resiste a esta
“verdad”?
- Tres cosas y solo tres. O mejor una sola, la
misma percibida en sus tres estados: soledad, silencio, amor.”
EL
ENCANTAMIENTO SIMPLE – Christian Bobin